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«El palmeral», sobre un amor prohibido en tiempos remotos, está bañada en poesía

Alejandro Giles con los actores lucen las mismas tnicas con reminiscencias de monjes dedievales
Alejandro Giles con los actores lucen las mismas túnicas con reminiscencias de monjes dedievales.

Alejandro Giles adaptó y dirige «El palmeral», una obra del catalán Albert Tola ubicada a principios del segundo milenio de la era cristiana en un asentamiento musulmán tras la disolución de Al-Ándalus, donde un poeta y próspero funcionario comete la osadía de enamorarse de un soldado; se ve en el porteño Andamio ’90 y conviene no dejarla pasar.

Los personajes, de nombres tan difíciles como Hassan Abdallâh al-Arabi at-Taâ’i u Oum Aschraf Leila Abderrahman al-Warràq -que los intérpretes pronuncian con una corrección envidiable- viven, según lo presentado por Giles, en un mundo arcaico, en una cultura que parece deslizarse hacia el vacío, pero que se sostiene en una poesía que reside tanto en el texto de Tola como en la concepción total del espectáculo.

Las luces y el vestuario, en el que actrices y actores visten los mismos atuendos con reminiscencia de monjes medievales, todo concebido por el mismo Giles, se complementan con una escenografía simple y fascinante constituida por telas que parecen volar entre las paredes del escenario y al mismo tiempo acompañar la cadencia de los parlamentos.

Según el director, la obra original estaba compuesta por siete monólogos consecutivos, pero una autorización de Tola le permitió fragmentarlos y contraponerlos, lo que a todas luces aliviana la audición de algunos asuntos intrincados y le permite construir una suerte de ceremonia con movimientos precisos, voces rítmicas, una encubierta coreografía, con la presencia de una cítara que añade su simple melodía para romper la dureza de los instrumentos de percusión utilizados.

Al-Ándalus es el nombre que los árabes musulmanes daban en la Edad Media a la Península Ibérica, una enorme patria, un lugar de pertenencia que duró ocho siglos y que luego fue derivando en «taifas», correspondientes cada una a algunas ciudades españolas de la actualidad, hasta que en 1942 los reinos cristianos pusieron fin, expulsándolas, a esas comunidades, al igual que a las judías.

El palmeral del título no es otro que un jardín exterior del burgo donde el funcionario -próspero, vinculado al poder y casado con una mujer cuyo nombre significa «Noche»- tiene sus encuentros pasionales con el soldado, lo mismo que otras parejas afines, pero donde también circulan delatores y gentes cuidadosas de la moral y las buenas costumbres, un fenómeno universal que no cesa.

El funcionario, que además es poeta, sigue amando a su mujer y a su hijo e hijas pese a la presencia del soldado en su corazón, y con la primera dedica sus noches a copiar manuscritos sobre la caída del califato de Córdoba y de esa manera enriquecer su biblioteca, un privilegio que no todos poseían y que forma parte de su orgullo.

Ambientada al sur de la península, en lo que hoy es la zona de Andalucía, es imposible no pensar en Federico García Lorca, aquel poeta maldito y asesinado por la intolerancia, porque en la relación prohibida del funcionario y el soldado surgen aromas de su poesía encriptada, de sus pasiones irrefrenables -de hombres y de mujeres, también en sus tragedias teatrales-, en angustias solo cauterizadas por el poder de las palabras.

Como todo sucede en una comunidad pequeña, la delación viene por parte de un discípulo del poeta y la ejecución a hacha limpia está a cargo de la mano de otro soldado, compañero y amigo del enamorado, condenado a la infausta tarea de verdugo por el simple hecho de no saber leer ni escribir.

En su universalidad, la anécdota recuerda el caso real y cercano del británico Alan Turing, uno de los padres de la informática moderna que como técnico y criptógrafo ayudó a develar los mensajes cifrados de los nazis, revirtiendo el curso bélico. Pero por unos amoríos con un alumno, el hombre fue procesado y encarcelado tras el fin de la Segunda Guerra Mundial por homosexualidad, lo que determinó su suicidio a los 41 años.

La pieza de Tola-Giles muestra sin embargo los esplendores de la relación de su protagonista -también científico y conocedor de materias imprescindibles para su época, como la astrología, que interesaba tanto a reyes y similares- y los pone por encima del fin fatal que los espera, en medio de una sociedad de principios religiosos inmutables en la que también las mujeres llevaban su castigo, aun por rebote.

Si bien la esposa de Hassan Abdallâh al-Arabi at-Taâ’i, la premonitoriamente llamada «Noche», es consciente de la relación ilegal de su marido, que busca el «día» en los brazos ilícitos de su amante varón, sigue junto a él tras una breve y decorosa separación y añora los tiempos pasados, cuando los musulmanes compartían un territorio de pacífica convivencia con cristianos y judíos, porque en época de las taifas también el ser mujer daba una categoría mayor. Asimismo una hermana menor tendrá dificultades para conseguir marido dado el escándalo que se hace público.

Por esas mismas razones, las conductas de las esposas de funcionario y soldado no se resquebrajan pese al sufrimiento lógico del abandono y el saber de los próximos pasos hacia el cadalso, la condena social, el olvido, en un mundo donde el tiempo no pasa.

Todo está vertido con tanta delicadeza, con canciones intercaladas por la intensa Pepa Luna -actriz andaluza instalada en Buenos Aires desde hace una década- y con movimientos de los cuerpos a veces imperceptibles o duplicados, siempre magnéticos, donde el horror de las muertes se endulza, se glorifica.

Compenetrado con su ambiente, el autor no se ahorra las referencias religiosas típicas del Islam y matiza sus nominaciones con frases como «Que Dios derrame sobre ella Su gracia y Su paz», «Que Dios me proteja de caer en soberbia alguna», «Que Dios me ayude a comprender Sus razones y que Dios nos ayude a comprender las Suyas propias», aunque el nombre Alá no se pronuncie nunca.

Dentro de un elenco parejo y de una entrega inusual, se destacan la presencia escénica de la citada Luna y las actuaciones de Daniel Begino como el poeta y funcionario Hassan y sobre todo la de Junior Pisanú como el soldado, dueño de una dicción profunda y una emisión ejemplar. También están muy integrados y tienen sus momentos Pablo Arambarri, Floriana Foschino y Daniel Grosso en otros papeles, pero el hecho de no ser protagonistas los desplaza hacia los márgenes.

«El palmeral» sigue en la sala de Paraná 660, zona de Tribunales, los sábados, a las 18, hasta el próximo 8 de octubre.

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