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26 de julio: a 70 años de la entrada de Evita en la inmortalidad

El paso de María Eva Duarte por este mundo dejó una huella imborrable en nuestro país. Su nacimiento, el 7 de mayo de 1919, en la localidad bonaerense de Los Toldos no fue un día más, sino el comienzo del fin de muchas cosas que estaban mal en la Argentina. Pese a que nadie sospechaba por entonces que esa niña iba a reconfigurar -como nunca antes- la Justicia Social para toda la sociedad, Eva lo hizo. Pero si hubo una fecha que marcó a fuego a la Argentina, esa fue la del 26 de julio de 1952; el momento en que Evita, como todos la llamaban, entró en la inmortalidad. La muerte no pudo doblegrarla, no la llevó al olvido. Y al final, pese al duro desenlace, el cáncer no pudo ser más fuerte que ella, sino todo lo contrario.

Una mujer distinta

Evita nunca tuvo miedo y de chiquita era una de esas pibas que -como luego se diría- «no arrugaba ante nada», iba al frente y a la que siempre le gustó mandar. Tampoco era blanda a la hora de tomar sus propias decisiones, y así quedó demostrado cuando tras el doloroso abandono paterno, y luego de que su madre decidiera mudarse a Junín, ella armó su valija y -sin vueltas- simplemente se «mandó a mudar». Así bajó del tren, como quien dice con «una mano atrás y otra adelante», con lo que llevaba puesto y apenas unas cuantas cosas más. Y llegó a Buenos Aires para cambiar las cosas, aunque no solo las suyas, también las de los demás. Fue la palmaria demostración de lo que estaba por venir y de lo que ella era capaz: hacerlo todo desde la nada, sin siquiera dar un paso atrás.

En esta hora, de recuerdo y sentido homenaje, importa que Evita supo muy bien de qué modo aprovechar el poder, siempre en exclusivo beneficio del otro. Pero hay más, y es donde su tarea inigualable adquiere más relevancia y notoriedad: todo, absolutamente todo lo hecho por Eva se dio en tiempos de una sociedad rabiosamente machista, en la que el rol de la mujer era poco menos que una lejana e ilusoria utopía. Ella, ciertamente, supo remar contra la corriente y ser la oveja negra del sistema político y social establecido. Ese es el gran legado de quien fuera conocida como la «Abanderada de los humildes» o, para otros, «Santa Evita».

El legado eterno

El mensaje quedó grabado, de manera indeleble, hoy y para siempre. Sin miedo, sin temores, sin amagues, ni intereses personales y con el acompañamiento de Juan Domingo Perón. Así capeó el temporal y se lanzó a la loca aventura de vivir y morir por sus queridos «descamisados», la gente del pueblo a quienes ella llamaba amorosamente «cabecitas negras». Vista en perspectiva, aún con los estándares actuales de la sociedad, la descomunal obra de Evita es -lisa y llanamente- imposible de igualar. Pensar en su enorme valentía para meterse de lleno en ese mundo de hombres, de autoritarismo, de pensamientos retrógrados, de recorte de derechos y de desprecio por lo femenino; conmueve hasta la médula y es el mensaje eterno que nos deja ese ser especial y singular. Y de ese modo, «a los codazos» en busca de un lugar, se metió «de prepo» en el corazón de la gente, de donde no se ha ido y no se irá jamás. Si hubiesen podido impedirlo, lo hubieran hecho con gusto; pero la fuerza de Evita era imposible de parar. Ni la muerte pudo frenar tanto amor recíproco, un ida y vuelta sin final entre Evita y su pueblo. Todo era cuestión de ganas, de agallas, de «ovarios» puestos sobre la mesa, de determinación sin medir costos ni consecuencias, de guapeza (esa misma que solo se atribuyen «los machos») y del más puro sentimiento de desapego a la propia conveniencia para que -simplemente- vivan mejor los demás.

La despedida

Con su partida de este mundo, y tras el anuncio lúgubre de la noticia que su pueblo quería escuchar, el amor por Evita quedó en evidencia de un modo sin igual. La larga despedida quedó grabada en la memoria colectiva, con millones de personas lanzadas a las calles para llorarla y para gritar a los cuatro vientos que nadie se había ocupado de la gente como lo hizo ella. Los descamisados, hombres, mujeres, ancianos, niños, e incluso muchos de los que no participaban en la «religión peronista» surgida mágicamente tras la aparición de Evita en escena, supieron rendirle homenaje. Fueron interminables jornadas de silencio y dolor, en cada uno de los lugares en donde fue depositado su cuerpo inerte para una póstuma veneración. Nunca antes, y tampoco después, se vio algo igual.

Dicen que Evita murió aquel 26 de julio de 1952. Pero su presencia en el corazón de millones de argentinas y argentinos demuestra lo contrario.

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