«Amsterdam»: Un objetivo poco claro que se apoya en actuaciones
Al ver el elenco con el que cuenta y el director detrás de cámara, las premisas con las que se presenta «Amsterdam», de estreno en salas este jueves, no pueden ser más que favorables, aunque todo naufraga en una cinta sin un objetivo claro que solo se salva por el calibre de sus actores.
El realizador David O. Russell llega a su novena película con tres nominaciones a los Oscar y trabajos que lo ponderan como uno de esos directores con mirada propia, en la que sin alejarse del humor, y hasta de la sátira, supo construir relatos sobre conflictos personales que se despliegan a su vez en los conflictos sociales estadounidenses: así, se puede disfrutar (y reflexionar) con «Escándalo Americano» (2013), «El ganador» (2010) o «El lado luminoso de la vida» (2012).
Además, sus trabajos siempre contaron con estrellas, lo cual denota un gran manejo de actores: Christian Bale y Melissa Leo ganaron sus primeras estatuillas de la Academia de Hollywood bajo su mando en «El ganador», mientras que Jennifer Lawrence se llevó la suya por «El lado luminoso…», que también tuvo nominaciones para Bradley Cooper y Robert De Niro.
Con «Escándalo…» tuvieron nominacoines, aunque se quedarían con las manos vacías, Cooper, Lawrence, Bale y Amy Adams.
En «Amsterdam», Russell hecha mano de varios de sus viejos conocidos: Bale protagoniza la historia junto a Margot Robbie y John David Washington, con la participación de Robert De Niro, Chris Rock, Anya Taylor-Joy y Rami Malek, otro ganador de Oscar. Pero como suele pasar en los juegos de fútbol o de basquet de «las Estrellas», un buen combinado no garantiza que el espectáculo sea atractivo.
Russell contaba con una historia y un elenco para realizar la película del año, pero con su intento de comicidad excesiva y de meterse en los personajes, pierde el rumbo de la trama.
Con un hecho real como punto de partida, «Amsterdam» intenta ser una suerte de película de improvisados espías que, conectados sentimentalmente con su pasado como soldados de la Primera Guerra Mundial, deben evitar un golpe de Estado en un Estados Unidos que no podía salir de la crisis del 30, con una elite que miraba al nazismo y al fascismo como posibles soluciones económicas.
El Doctor Burt Berendsen (Bale) es un adicto a los opiáceos que intenta ayudar a los veteranos de la Gran Guerra. Otrora médico de la alta sociedad, devenido en un lumpen de la medicina, cuenta con la amistad del abogado Harold Woodman (Washington), personaje pulcro y cable a tierra de los delirios del galeno. Para ser políticamente correctos, ambos soldados se conocieron en el frente, cuando un general discriminaba a los negros y Berendsen se convirtió en el líder que necesitaban.
La confusa muerte de quien fuera su mentor en el frente y el asesinato de su hija frente a sus narices, los pone en alerta sobre esta cofradía que atenta contra la democracia estadounidense. Todo parecería estar dispuesto para ser un peliculón, pero Russell desvía la atención constantemente, sin poner el foco en ninguna de la puertas que abre durante el filme y con personajes excesivamente estereotipados.
Podría haber sido una película de época, de amistad, de espías o hasta una comedia. Pero nunca termina de hacer mella en ninguna de las aristas que presenta. Es por ello con ninguno de los caminos que esboza terminan de convencer.
Cuando pareciera encarrilarse tras el asesinato de la hija del General, el guion elige caer en un eterno «flashback» que bien podría haber sido una película en sí misma. Y cuando ese regreso al pasado, que sirve para conocer la amistad entre Berendsen, Woodman y Valerie Roze (Robbie), entra en clima, se sale abruptamente para volver al presente y hacer suceder un hecho atrás de otro hasta que la película dice «basta» y termina.
Más allá del impulso moral por salvar a la democracia estadounidense y el doble peligro que corren los protagonistas (ser atrapados por los nazis o por la policía), realmente nunca corren riesgo sus roles. De hecho, pareciera que Russell no se preocupa por ello, sino por continuar con cierta vorágine hacia el tercer acto que, además, tampoco cuenta con la grandilocuencia dramática que exigía la historia.
Rescatable son las puestas de cámara y un montaje que le es conocido al director de «Joy: El nombre del éxito» (2015), apoyados en primeros planos con gran angular para meterse en el delirio de la historia y con una saturación de color que colabora con esa decadencia de los años 30 y los bailes de foxtrot.
En las puertas de la denominada «temporada de Oscar», durante la cual comienzan a ser lanzados por los estudios los filmes que aspiran a estar en el Teatro Dolby el 12 de marzo, «Amsterdam» no cuenta con grandes chances ante la aparición de sus competidoras, sobre todo si se tiene que en cuenta que costó 80 millones de dólares, según publicaron medios estadounidenses, y que con muchísimo menos dinero se consiguieron otras que ya han pasado, con éxito, por Festivales.
Tal vez la intención de esta película no es la de viajar a la gala de Los Ángeles sino la de simplemente entretener, aunque para ello queda un tanto a mitad de camino al no elegir de forma consciente cuál de las senderos debía tomar.